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Senén Campos Maceiras

- LA INCREÍBLE HISTORIA DE MARCOS RODRÍGUEZ PANTOJA -

- LA INCREÍBLE HISTORIA DE MARCOS RODRÍGUEZ PANTOJA -

 

YO SI QUE BAILÉ CON LOBOS

Siendo un niño, fue abandonado a su suerte en plena sierra morena. Allí se hizo amigo de lobos, zorros, águilas y culebras y sobrevivió con lo puesto durante 12 años. Ahora tiene 64, se llama Marcos Rodríguez y su vida acaba de ser llevada al cine. Antes del estreno, El «niño lobo» habló en exclusiva con «XLSemanal».

Al jabalí no lo quiere nadie. El lagarto es el mejor amigo del hombre, ¡desde toda la vida!. Los lobos eran mi familia. La serpiente, mi médico. Yo besaba a las águilas. La zorra se acurrucaba a mi lado en las noches de tormenta. Asistí en el parto a una rata muy grande... Estas frases son extractos de una historia extraordinaria, la de un niño, que hoy tiene 64 años, llamado Marcos Rodríguez Pantoja, abandonado en plena Sierra Morena cuando apenas tenía siete. Allí vivió otros doce, hasta que una pareja de la Guardia Civil, advertida por un guardabosques ojiplático, lo devolvió al mundo de los humanos, donde «las fieras - sentencia Marcos - son mucho más despiadadas», y ya nunca regresó. Su infancia y sus indómitos amigos quedaron atrás. Pero al verlo alzarse a las rocas con simiesca agilidad, aullar como los lobos, gruñir como los jabalíes o imitar el canto de la perdiz, es evidente que una parte muy profunda de Marcos todavía permanece allí, entre lobos. Tal y como ha titulado el director Gerardo Olivares su película, Entrelobos (estreno el 26 de noviembre), basada en los años que Marcos vivió sin contacto con los humanos. «Aquéllos fueron los días más felices de mi vida», asegura Marcos con su zigzagueante acento andaluz.

Marcos, que nació en Añora, un pueblo de Córdoba, en una familia pobre de solemnidad, cuenta a su manera, con hablar atropellado, salpicando de salvajes y terapéuticas carcajadas los pasajes susceptibles de ensombrecer el relato: que al morir su madre él tenía tres años, que su padre entregó a sus dos hermanos mayores a unos parientes y que ambos se fueron a vivir a la cercana Cardeña con otra mujer. «Yo recogía carbón con mi padre, y mi madrastra, si no juntaba un saco de bellotas cada día, me pegaba y me mandaba a dormir a la calle. Yo me iba a la posada, dormía en los pesebres de los burros y me comía su cebada.» Marcos se detiene, como si acabara d e desenterrar un recuerdo que lo abruma. Ríe por no llorar y habla hacia el suelo, incrédulo: «¡Joer, joer!». Por experiencias como ésta, explica, no le costó mucho hacerse a la vida en Sierra Morena. «Me adapté rápido porque allí los animales me trataban mucho mejor de lo que nadie me había tratado nunca.»

Un día llegó un señor a la casa, una choza de palos y matojos, en realidad, le dio un dinero a su padre y se llevó con él a Marcos. «En su casa comí hasta hartarme y por la noche me llevaron al monte. Me dejaron con un viejo que cuidaba un rebaño de cabras y se fueron. No sé cuánto tiempo pasé con él, pero aquel hombre era tan salvaje casi como yo a lo último. Yo lo seguía a todas partes, era el único cariño que tenía, pero si me arrimaba mucho a él me atizaba. Y a mí ya me habían golpeado bastante como para dejar que me siguieran pegando - lo dice alzando los ojos, rotundo, como si recordara una lejana promesa hecha a sí mismo-. El viejo era medio ciego, no sé si pensaba que yo era alguna clase de animal raro, pero me trataba como tal. ¡Si para comer me tiraba la carne desde lejos! Claro que yo también era un poquillo malo. Me escondía en una mata y, cuando él pasaba, le tiraba de la barba, que era blanca y muy larga.»

Los días con el anciano pastor, cree recordar Marcos, un hombre que durante años se olvidó del transcurrir del tiempo, pasaron rápido. «Un día, de pronto ya no lo vi. Se fue y no regresó a nuestra cueva.» ¿Y no lo echaste de menos, Marcos? Su respuesta arranca a carcajadas. «Vamos, hombre, yo me quedé en la gloria, como el rey de la selva.» Y se ríe con más ganas todavía.

De año en año, Marcos veía a sus patrones. «Por los pájaros, yo sentía que alguien andaba cerca y me escondía. Ellos sabían de mí, veían que todo estaba bien, cogían los cabritos y se iban. Nunca hablé con ellos. A lo mejor me veían, de vez en cuando, desde lo alto de la sierra, como me vio el guardabosques que me descubrió al final. Yo me escondía porque, para mí, el mundo de los hombres era el de las palizas que siempre había recibido. Mi familia eran los lobos, pero mi mejor amiga era una culebra que vivía conmigo. Había algunos zorros, las águilas... Nunca en mi vida había estado tan bien.» La mirada es el espejo del alma, dicen. Marcos no recuerda cuántas veces habrá contado sus historias de lobos, zorros, águilas y culebras. No le importa, aquel recuerdo todavía genera una chispa en sus ojos.

«¿Quiere saber cómo conocí a los lobos?. Pues un día me puse a jugar con unos cachorrillos y jugando, jugando, entré a su cueva y, cansado como estaba, me quedé dormido. Al rato me despertó la madre, estaba así mirándome [aprieta los dientes y gruñe]. Yo me iba echando hacia atrás, contra las paredes de la cueva; ella, furiosa y los lobillos, como si nada, queriendo jugar conmigo.» Marcos se ríe al recordarlo, sus carcajadas asustarían al más sanguinario macho de la manada; un contagioso estruendo al que acompañan todos los músculos de su rostro; los labios se estiran, los ojos se tensan. De niño, asegura él, practicó el arte de la risa con los animales. «Yo cogía los peces en el río, los tiraba a la orilla, ellos me los escondían y se reían de mí hasta que los encontraba.» Así lo cuenta Marcos y se queda callado, como si quizá sintiera que ha hablado más de la cuenta o tal vez esperase la inevitable pregunta. ¿Dime, Marcos, cómo se sabe que un animal se ríe? «Se nota.» Lo afirma, más serio que un águila imperial, y hace un sonido que debe de ser un lobo riéndose. Y Marcos, que habla de forma no lineal, retoma su relato.

«Pues lo que te iba diciendo. Ahí estaba con la loba a punto de morderme, sus cachorros queriendo jugar conmigo, y en esto que llega el padre arrastrando un ciervo. La madre, entonces, me deja y empieza a cortar carne para sus hijos. Uno de ellos se pone a comer cerca de mí y yo, ¡con un hambre!, ¡yiaaapa!, se lo quito. Pero, claro, se acerca la loba [gruñe], me arrea un guantazo que no veas, suelto la carne y me vuelvo a pegar a las rocas. No me quitaba ojo; los cachorrillos, cerca, y yo: «¡Despídete, chaval! ». De pronto se va para la pieza, coge un trozo, lo deja en el suelo y me lo va acercando con el hocico. Muy despacito, lo cogí y ahí, arrinconadito, empecé a comer. Pegué un bocado y ella, mirándome, otro bocado y su mirada fija; poco a poco voy comiendo y, al rato, que viene hacia mí: ¡Oy, oy, oy, oy! [se tapa la cara con los brazos]. Me eché a llorar y, ¡no!, empezó a lamerme. A partir de ahí ya fui uno más de la familia, entraba a la cueva, cazábamos juntos, aprendí a aullar y venían cuando los llamaba [lo ilustra con una demostración]. Los cachorros conmigo, ¡no veas!, como hermanos. Llegó un momento en que el jefe de la manada era yo. A diferencia de ellos, usaba mis manos y pensaba.»

Sea exagerado o no su recuerdo, Marcos en ningún otro momento de su vida ha conocido esa sensación de superioridad. No lo hizo antes de conocer la vida salvaje, tampoco después, en años de trabajos mal pagados - «he sido cocinero, camarero, albañil, encofrador, pintor, empapelador, incluso chulo en un bar de alterne» -, noches a cielo abierto o en pensiones de patrona generosa, y de deambular desde el convento de monjas donde reinició su vida entre los humanos, pasando por el servicio militar en Sevilla [fue expulsado por casi cargarse a un teniente mientras hacía guardia], o sus años en Palma de Mallorca o en la Costa del Sol.

Ni siquiera hoy que, por primera vez, tiene un techo seguro y un compañero estable: Manuel, un policía retirado al que conoció hace 15 años en Fuengirola, donde Marcos dormía al raso y ejercía como vigilante de un par de discotecas. «No me pagaban un duro - subraya, tensando sus manos de gruesos y torcidos dedos -. Todo el mundo se ha aprovechado siempre de mí», sentencia. Desde hace una década vive en una pequeña aldea de Orense, en casa de Manuel, que se quedó viudo y, para combatir la soledad en su retiro, lo invitó a compartir su vida. A Manuel, Marcos lo llama «jefe», el ex policía se incomoda. «En diez años no he conseguido que deje de llamarme así, ya no le digo nada», confiesa sonriendo Manuel bajo su gorra, sus gafas, su perilla blanca, su aire de anciano bonachón. Debe de ser porque Marcos, lejos de los lobos, siempre ha precisado de una autoridad, un guía para ayudarlo en este mundo que él siente hostil.

Por eso, cuando Gerardo Olivares le pidió permiso para llevar su vida al cine, Marcos no las tuvo todas consigo. «Con todo lo que me han engañado, no quería que me liaran más», admite. Olivares no sólo lo convenció para que le dejara contar su historia, consiguió también que se interpretara a sí mismo ante la cámara. Ahora, Marcos sólo desea mostrar «su» película a sus amigos, los que ha hecho estos años en su aldea de Galicia.

Fernando Goitia

http://xlsemanal.finanzas.com/web/articulo.php?id=61678&id_edicion=5767&salto_pagina=0

 

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SENÉN CAMPOS MACEIRAS

A ESTRADA - 31/10/2.010

6 comentarios

Senén (Administrador) -

Pues claro que me gustaría saber Ana, siempre se aprende de las experiencias de los demás, y si son basadas en el ingenio pues más todavía. Ya me dirás como contactamos.
Cordiales saludos, y muchas gracias por el comentario.

ana canadas -

Hola, me ha impresionado mucho la historia de este hombre,mas que todo por el impresionante parecido a la vida que tuvo mi padre y el paralelismo entre ellos me ha sorprendido
gratamente...Juan era su nombre,nacio en Cardena y a los 3 anos su madre murio y su padre que era un mequetrefe de cuidado lo abandono,entregandoselo a un hombre ciego que era pastor y que lo molia a palos cada dos por tres.Mi padre cuidaba ovejas y cerdos y se alimentaba de huevos que le robaba al hombre y que cuando lo descubrio lo trato casi de matar.Mi padre tenia una inteligencia extraordinaria.un dia paso una maestra de colegio por esos campos y cuando vio a mi padre le regalo una cartilla del colegio.Mi padre empezo solo a aprender a leer y a escribir y con piedras aprendio sumas y restas,la base para introducirse en este mundo.Mas adelante emigro a las Americas y fue un hombre de negocios muy importante dentro de la comunidad espagnola en Colombia.El resto es otra historia.pero me sorprende la similitud con la historia de este hombre Marcos.Si estas interesado en conocer mas datos de mi padre,con muchisimo gusto te los comparto.Gracias por tu blog.

Senén (Administrador) -

Si Lucía, que pena que la naturaleza libre cuide más del ser humano, que el propio ser humano de sus semejantes...
Es como si la naturaleza diese al hombre, la protección y el sustento, y este después destruyese la naturaleza sin piedad...
Una pena, que digan que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, por qué si así es en realidad, entonces ese Dios no lo es tanto, pues o ha hecho una copia muy mala de su realidad, o como he dicho no es un Dios tan grande.
Cordiales saludos y gracias por el comentario amiga.

Lucía -

¿Qué pena? Depende de por donde se mire. Sí que es verdad que la infancia que Marcos tuvo fue cruel y muy dura, pero como él no para de repetir, los días más felices de su vida fue los que pasó junto con los animales. Aquellos animales que no le engañaron como hicieron más tarde los humanos ni se rieron de él ni le tomaron el pelo sino que lo cuidaban, jugaban con él y le ayudaban a conseguir la comida. Lo que a mi más pena me da es imaginarme como se debió sentir él cuando le apartaron de los lobos y le llevaron a la "civilización" que tan daño le había hecho.
Aun así gracias por esta página, es muy interesante :)

Senén (Administrador) -

Si Jose, a veces nos quejamos de que no tenemos nada, o que vivimos mal, y resulta que otros ni niños han podido ser en su vida.
Cordiales saludos y gracias por el comentario, amigo.

jose -

que pena!!!! :C